El día del amor maternal: a 44 años de la primera marcha de las Madres de Plaza de Mayo

Por Gustavo Cirelli*

A Porota

Escribir. Una y otra vez. Escribir junto a lo escrito. Escribir sobre lo ya escrito. Hacerlo, siempre. Regresar a los lugares comunes que no son comunes sino extraordinarios. Caminar la plaza en silencio.

Mirarlas…

Y escribir, entonces, porque en cada texto alumbra la maravilla de una historia que no tiene antecedentes en la Enciclopedia Universal del Amor; historia que se explica, quizá, desde el amor mismo y de la resistencia, por supuesto.

Mirarlas, decía.

Observar sus manos. Las manos de las Madres porque todo se vuelve fiesta cuando ellas vuelan junto a otros pájaros, junto a los pájaros que aman la vida y la construyen con los trabajos… arde la leña, harina y barro. Lo cotidiano se vuelve mágico.

Ver su templanza rememora la poesía de Peteco, templanza que asoma desde sus sonrisas porque en cada rostro curtido de esas mujeres únicas, rostros abrazados, enmarcados, iluminados por pañuelos blancos, hay una sonrisa siempre. Algo que se comprueba fácil al mirarlas.

El secreto, tal vez, fue consagrándose en el tiempo. En la resignificación de un dolor ancestral que convirtieron en causa amorosamente compartida. El secreto es/está en la lucha. Porque otros eran los mismos rostros, las expresiones marcadas de llanto y dolor en esos rostros de aquellas mujeres de mediana edad a las que maquinaria criminal más atroz, el terrorismo de Estado cívico militar eclesiástico, les había arrebato a sus hijas y a sus hijos. En la búsqueda desesperada en los primeros meses durante 1976, durante 1977, fueron pariéndose en cada encuentro hasta encender la llama de la primera marcha en torno a la Pirámide de Mayo el 30 de abril de 1977, cuando, según indica la historia, los canallas de uniforme les ordenaron que “circulen, circulen…” porque no eran días para manifestarse, menos aún, frente a la Casa Rosada donde anidaba la mismísima muerte vestida de traje y uniformes, bendecía por sotanas finas.

Nunca más dejaron de circular desde aquel día. Una larga marcha que cruzó literalmente los mares, cada continente, el planeta entero con una consigna que atronó a incrédulos, a cómplices y a verdugos: aparición con vida.

Las Madres reclamaban la aparición con vida de sus hijas y de sus hijos. Aparición con vida y castigo a los culpables.

Pronunciar esas palabras hoy, en perspectiva, intentando ubicarse en lo siniestro, en lo indecible entonces, de aquellos días dolientes del terror genocida hiela la sangre. Pero es una aproximación posible para (intentar) dimensionar el coraje que tuvo hace 44 años un puñado de mujeres que enfrentó a los desaparecedores cuando todo el poder estaba bajo sus botas y sus mocasines, sus picanas y sus fusiles; mujeres que denunciaron el horror en el imperio del horror, a costa, incluso, de sus propias vidas.

Cuentan las Madres que fue Azucena Villaflor de De Vicenti la que marcó el camino: “Individualmente no vamos a conseguir nada. ¿Por qué no vamos a la Plaza de Mayo?”. El 30 de abril de 1977, – “el día del amor maternal”, como definió Hebe de Bonafini- tomadas del brazo, y luego de la orden de que no se detengan, que circulasen, un grupo de Madres comenzó a caminar.

Nunca más se detuvieron desde aquel día.

Fue un sábado. Aquel día en la plaza marcharon Azucena, Berta Braverman, Haydée García Buelas, María Adela Gard de Antokoletz, Julia Gard, María Mercedes Gard y Cándida Gard, Delicia González, Pepa Noia, Mirta Baravalle, Kety Neuhaus, Raquel Arcushin, y otras dos mujeres, una de ellas de apellido De Caimi.

“Todas por todas y todos son nuestros hijos”, dijo Azucena en la Plaza. Una frase que cambió el rumbo de la Historia. Las Madres socializaban la maternidad.

Nunca más nada sería igual desde aquel día.

Hace unos años, Hebe recordó aquellas horas fundacionales: “El nacimiento de todo, en realidad, fue el día en que Azucena dijo basta, no vengamos nunca más a esta iglesia, vayamos a la plaza”. La iglesia era y es la Stella Maris, de Retiro, donde las Madres peregrinaban desesperadas a reunirse con monseñor Emilio Teodoro Grasselli, un distinguido despiadado con sotana que les sacaba información personal, la registraba en fichas y se las facilitaba a la jauría criminal de las Fuerzas Armadas. El vicario castrense. El sicario castrense Grasselli.

Continuó Hebe: “Ese día nos habían hecho sacar los zapatos para revisarlos, era tal el maltrato que Azucena explotó. Dijo basta. No sabemos qué día era, pero decimos con las otras Madres que ese día nacimos. Después nos convocamos a la plaza para el 30 de abril”.

Para contextualizar más el terror de los días en que las Madres comenzaron su marcha, es válido recordar que sólo 35 días antes, un grupo de tareas de la Armada se había enfrentado con Rodolfo Walsh en la esquina porteña de San Juan y Entre Ríos, a quien secuestraron ya malherido y trasladaron a la ESMA. El periodista y escritor permanece desaparecido desde el 25 de marzo de 1977 cuando cayó distribuyendo su Carta abierta a la Junta Militar, documento con el que denunció el plan sistemático del exterminio.

Escribió Walsh:

  • “Quince mil desaparecidos, diez mil presos, cuatro mil muertos, decenas de miles de desterrados son la cifra desnuda de ese terror. Colmadas las cárceles ordinarias, crearon ustedes en las principales guarniciones del país virtuales campos de concentración donde no entra ningún juez, abogado, periodista, observador internacional. El secreto militar de los procedimientos, invocado como necesidad de la investigación, convierte a la mayoría de las detenciones en secuestros que permiten la tortura sin límite y el fusilamiento sin juicio. Más de siete mil recursos de hábeas corpus han sido contestados negativamente este último año. En otros miles de casos de desaparición el recurso ni siquiera se ha presentado porque se conoce de antemano su inutilidad o porque no se encuentra abogado que ose presentarlo después que los cincuenta o sesenta que lo hacían fueron a su turno secuestrados. De este modo han despojado ustedes a la tortura de su límite en el tiempo. Como el detenido no existe, no hay posibilidad de presentarlo al juez en diez días según manda una ley que fue respetada aún en las cumbres represivas de anteriores dictaduras”.
  • “Estos hechos, que sacuden la conciencia del mundo civilizado, no son sin embargo los que mayores sufrimientos han traído al pueblo argentino ni las peores violaciones de los derechos humanos en que ustedes incurren. En la política económica de ese gobierno debe buscarse no sólo la explicación de sus crímenes sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada. En un año han reducido ustedes el salario real de los trabajadores al 40%, disminuido su participación en el ingreso nacional al 30%, elevado de 6 a 18 horas la jornada de labor que necesita un obrero para pagar la canasta familiar11, resucitando así formas de trabajo forzado que no persisten ni en los últimos reductos coloniales. Congelando salarios a culatazos mientras los precios suben en las puntas de las bayonetas, aboliendo toda forma de reclamación colectiva, prohibiendo asambleas y comisiones internas, alargando horarios, elevando la desocupación al récord del 9% prometiendo aumentarla con 300.000 nuevos despidos, han retrotraído las relaciones de producción a los comienzos de la era industrial, y cuando los trabajadores han querido protestar los han calificados de subversivos, secuestrando cuerpos enteros de delegados que en algunos casos aparecieron muertos, y en otros no aparecieron”.

La cita textual de la Carta Abierta del autor de Operación Masacre pone en relieve a qué y con quiénes se enfrentaban esas mujeres que, tomadas del brazo, en soledad, un sábado de otoño gris, iniciaron su caminata en Plaza de Mayo.

A Azucena la secuestraron siete meses más tarde. En la mañana del 10 de diciembre de ese mismo año, en Sarandí, cuando fue a comprar el diario La Nación en el que saldría, por primera vez, una solicitada con los nombres de los detenidos desaparecidos. Dos días antes, en la parroquia de la Santa Cruz, en Boedo, otras dos Madres, Esther Ballestrino de Careaga y María Ponce de Bianco, ya habían sido llevadas por una patota de la Marina al finalizar una reunión de familiares de secuestrados en la que repasaron detalles de la solicitada. El marino genocida Alfredo Astiz, infiltrado en el grupo, las había marcado con un beso. Hubo una docena de secuestrados esa tarde: los 12 de la Santa Cruz.

A Azucena, Esther y María las torturaron en la Escuela de Mecánica de la Armada. Luego, les inyectarían pentotal para arrojarlas al mar desde uno de los vuelos de la muerte. Sus cuerpos fueron hallados en las playas de Santa Teresita y Mar del Tuyú. Las enterraron como NN en el cementerio de General Lavalle. En 2005, el Equipo Argentino de Antropología Forense logró identificarlas. Azucena, Esther y María están sepultadas en los jardines de la parroquia de la Santa Cruz, junto a las monjas francesas Léonie Duquet y Alice Domon, víctimas también del terrorismo de Estado cívico militar eclesiástico.

En el prólogo del libro biográfico “La rebelión de las Madres” de Ulises Gorini, Osvaldo Bayer escribió: “Las Madres allí solas, en Plaza de Mayo, frente al poder omnímodo de los desaparecedores, de los aviones que arrojaban las víctimas al río, de los secuestradores de niños. Todo el poder de las armas. Y de la sociedad con miedo ambivalente e hipócrita, su iglesia. (…) Eran desconocidas llamadas por la memoria de sus hijos”.

Las Madres fueron indomables. Inclaudicables. Las Madres son indomables. Inclaudicables. Siempre serán.

En el primer tomo de la ineludible biografía de las Madres, Gorini rescata una frase de Julio Cortázar que describe el fenómeno universal de las “locas” del pañuelo blanco: “Lo irracional, lo inesperado, la banda de palomas, las Madres de Plaza de Mayo, irrumpen en cualquier momento para desbaratar y trastocar los cálculos más científicos de nuestras escuelas de guerra y de seguridad nacional”. Únicas.

Ya, 44 años del día del amor maternal en que iniciaron la larga marcha. Ni un paso atrás, porque resistir es combatir, porque la única lucha que se pierde es la que se abandona porque todas por todas y todos son nuestros hijos.

En plena oscuridad, las Madres enseñaron que no debíamos tener miedo. Así fue, es y será porque con su ejemplo que es lucha que es alegría que es amor lo cotidiano se vuelve mágico. Ahí continúan Ellas en la Plaza para marcar el rumbo, para escribir la Historia. Sólo hay que mirarlas. Y seguir sus pasos.

* Periodista, director de la revista  Contraeditorial y coordinador general de la Imprenta del Congreso de la Nación.